NOSTALGIA DE LA RIOJANA
Juan José Téllez
(La Voz 6/agosto/2008)
A la cuentacuentos Paloma García, regenta del Pay Pay, le aflige que, de un tiempo a esta parte, el vademécum de nuestros comercios se venga llenando de denominaciones un tanto estrambóticas, legítimas, honradas a carta cabal, pero ajenas por lo común al diccionario. Claro que lo mismo tuvieron que decir cuando le pusieron tal nombre a esa antigua casa de lenocinio -ahora artística-, cuya razón social obedece al barco en que llegó a Cádiz el fundador del lupanar. Hasta la actual modernez, el letrero más raro que podía leerse sobre los escaparates gaditanos era la de Eutimio, que es nombre en desuso, pero de indudable raigambre hispana, como diría Carlos Robles Piquer.
Buen momento para comprobar todo ello estas segundas y definitivas rebajas que ahora nos acucian. Y es que a la vez que al pairo de los tiempos ha ido cambiando el paisaje comercial de la ciudad y donde antes hubo una mercería ahora abre un quiosco de teléfonos móviles, también han entrado en vías de extinción los santos y señas del pasado: ya no más Almacenes Barcelona, ya no más La Riojana o La Montañesa. Ahora, oh tiempos, oh costumbres, las tiendas no se llaman tiendas sino locales comerciales. Y lo mismo que cada vez hay menos bartolos y más johnattans, el transeúnte tendrá suerte si se da de bruces con islas como Tejidos Soler o Pepi Mayo o el taller de Tere Torres. Menos mal que siempre nos quedará la pastelería de La Gloria, en el imaginario de una ciudad que ya no habla el orgulloso idioma de sí misma, sino otro más bien impostado, eso que los ingleses califican como standard y que uno no se atreve a traducir, porque no sabemos si quiere decir normal o simplemente gris.
Lo suyo es que el viandante se tope con un nomenclator que incluye rótulos solventes como Bershka, Naf Naf, H&M y similares. Los hay con sabor a sushi como Oshyo, algunos intensamente románticos como Blanc du Nil y otros que quizá rindan homenaje a las brigadas amarillas, como sería el caso de The Yellow Bastard Rat. Suelen ser establecimientos limpios y funcionales, en donde uno se siente tan confortable como en un videoclip, por más que el dueño, que también se la está jugando en estos tiempos de crisis, sea de La Viña o de Puntales aunque su marca venga de Minnessota por aquello de la globalización. Pero, será que Paloma y yo nos estamos haciendo mayores, porque ya no huelen las tiendas a planchas de tela o a resmas de papel, ni se ven ya los babis que lucieron los modestos empleados de paquetería y quincalla.
Vale que ya no hagan falta veedores para avisar sobre la llegada de los transatlánticos, pero cabe aplaudir el ingenio de los comerciantes que se especializan en ese extraño producto que es el calor humano para hacer frente a la competencia de las grandes superficies. Y los hay y muchos; se llamen como se llamen, aunque ya no luzcan lápices sobre las orejas ni balanzas con platillos de bronce. Aunque hayan recurrido al acerbo latino para nombrarse Quórum o Quentum, tiren de celebridades como Manuel de Falla, de iniciales como Musical J. M. y de motes afectuosos como El Melli o conserven el sabor tradicional de Los Italianos, ahí están. En organizaciones como Cádiz Centro alienta la misma rebeldía indómita que se atribuye a Lola La Piconera frente a Bonaparte. La invasión, ahora, suele corresponder a transnacionales con cuyos cantos de sirena tendríamos que hacernos tirabuzones las gaditanas y los gaditanos. Ojalá sigamos compartiendo sus enormes naves con los antiguos ultramarinos y los agonías. Y que, se llame como se llame, sigamos yendo al veterano tendero o a la nueva dependienta, con la serena alegría de encontrarnos con un conocido que no precisa necesariamente de franquicia para que nos apetezca cruzar su puerta y que sus campanillas suenen a gloria.
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