TROGLODITAS (Rosa Montero)
En el fondo, todos somos muy parecidos. Por ejemplo, en todo grupo humano el dinero y el sexo/amor son muy importantes. Ahora bien, estos dos rasgos sólo son la versión civilizada de algo mucho más básico, más crudo e irracional, a saber, del poder y del anhelo de trascendencia. Una de las formas más directas de detentar el poder es tener un arma y ganas de usarla; en cuanto a la trascendencia, se solventó con el invento de los dioses. Cuanto más insegura, inmadura y necesitada sea la persona, más proclive será a creer en algún dios de manera frenética. El fanatismo religioso es un primitivismo, al igual que recurrir a las manos que matan y a la fuerza bruta. La trágica guerra civil que ha estallado entre los palestinos, con esos aterradores milicianos de Hamás que dicen defender la legalidad y se fotografían encapuchados y con fusiles, es un conflicto arcaico de religión, poder y muerte. Como muchos otros conflictos, por otra parte: en cuanto que se nos rasca un poco, a todos nos sale el troglodita.
Estos días pasados, mientras los palestinos se alejaban un poco más de su justa reivindicación de un país libre, yo estaba en Jerusalén, la ciudad más delirante del planeta. Santa Elena, madre del emperador Constantino, pasó por allí en el siglo IV y decidió, supuestamente iluminada por Dios, dónde estaba el Calvario, dónde el Santo Sepulcro, dónde la Santa Cruz. Todo convenientemente muy cerquita. A un tiro de piedra, el Muro de las Lamentaciones de Salomón sirve de cimientos a las grandes mezquitas, y la roca que para unos es el altar donde Abraham ofreció a su hijo Isaac, para otros es la piedra desde la que Mahoma subió al cielo. Todo está tan próximo y tan mezclado (la tumba de la Virgen, la prisión de Cristo, el Valle del Juicio Final) que es como una Disneylandia religiosa. Sería un lugar fascinante y divertidísimo si no fuera por su horrorosa historia de odio y de masacres. La carnicería de las Cruzadas se escudó en ese Santo Sepulcro que se había sacado Elena de la manga, y la suma de mitos religiosos ha hecho de Jerusalén un escollo insalvable en el conflicto palestino-israelí. Parece mentira que algo tan absurdo y tan primitivo cause tanto daño. Somos seres elementales y cavernícolas.
Estos días pasados, mientras los palestinos se alejaban un poco más de su justa reivindicación de un país libre, yo estaba en Jerusalén, la ciudad más delirante del planeta. Santa Elena, madre del emperador Constantino, pasó por allí en el siglo IV y decidió, supuestamente iluminada por Dios, dónde estaba el Calvario, dónde el Santo Sepulcro, dónde la Santa Cruz. Todo convenientemente muy cerquita. A un tiro de piedra, el Muro de las Lamentaciones de Salomón sirve de cimientos a las grandes mezquitas, y la roca que para unos es el altar donde Abraham ofreció a su hijo Isaac, para otros es la piedra desde la que Mahoma subió al cielo. Todo está tan próximo y tan mezclado (la tumba de la Virgen, la prisión de Cristo, el Valle del Juicio Final) que es como una Disneylandia religiosa. Sería un lugar fascinante y divertidísimo si no fuera por su horrorosa historia de odio y de masacres. La carnicería de las Cruzadas se escudó en ese Santo Sepulcro que se había sacado Elena de la manga, y la suma de mitos religiosos ha hecho de Jerusalén un escollo insalvable en el conflicto palestino-israelí. Parece mentira que algo tan absurdo y tan primitivo cause tanto daño. Somos seres elementales y cavernícolas.
publicado; diario El País (19/Junio/2007)
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