Al lado de casa, en el pueblo, había un balneario que tuvo cierta prestancia en los años veinte cuando allí cumplían la novena de aguas muchos ejemplares de la burguesía valenciana, damas con corpiño de avispa y señores con pajarita y sombrero blanco. Durante la guerra fue convertido en hospital de sangre, y la artillería de los nacionales no cesó de enviarle hierros hasta reducirlo a escombros. Jugando entre sus ruinas llegué al uso de razón.
En el balneario había pérgolas, bañeras con garras de león, espejos velados, mosaicos con delfines, todo derruido; pero en medio de la destrucción quedó un espacio intacto. Era el cinematógrafo, un salón donde en los buenos tiempos pasaban películas de cine mudo y se realizaban bailes con gramolas de campana y placas de la Voz de su Amo. Las figuras de Charlot, de Jaimito, de El Gordo y El Flaco, tal vez de Douglas Fairbanks y de Mary Pickford, los héroes de la época, habían dejado sus sombras en el aire de aquel recinto cerrado. Cuando lo conocí, bajo la pantalla rota había una pianola con las tripas fuera.
Luego, con los años, supe que en aquel cinematógrafo, en plena guerra, se había instalado un quirófano de campaña. La batalla de Teruel había sido muy cruenta, y hasta la retaguardia de este balneario llegaban ambulancias con soldados heridos o congelados a causa del rigorosísimo invierno. En medio de alaridos de dolor, allí se cortaban piernas y brazos y se realizaban operaciones a vida o muerte. Después, en aquel mismo lugar, los niños jugábamos a nuestras guerras sin saber que todavía perduraban las manchas oscuras de sangre en el suelo y en las paredes.
A medida que fui creciendo tuve más noticias de aquellos hechos, y llegó un momento en que ya no lograba distinguir la realidad y la ficción, los fantasmas que pudo crear la máquina de cine en la pantalla y la carnicería real que había sucedido en el patio de butacas. Bailes de burgueses de entreguerras, carcajadas provocadas por Buster Keaton, heridas abiertas y miembros amputados con un serrucho, el olor a formol unido al clarinete de Benny Goodman o al pasodoble Mi jaca...; aquel mundo que sólo conocí como leyenda se fue adentrando en mi conciencia hasta imprimir en su cera virgen una visión feliz y cruel de la vida. Los muertos y los héroes, el glamour de las estrellas, la crueldad de la guerra, las alfombras rojas, todas las imágenes fascinantes y ensangrentadas que hoy nos devoran estaban ya en el oscuro salón de aquel cinematógrafo en el tiempo de la inocencia.
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