Fernando Quiñones
" Mi primer berrido en el mundo lo escucharon la arena caliente y el tinglado que en ella se apañó mi madre por atrás de una barraca, hecho con lienzos de velas rotas, palitroques y cañizo trenzado con juncos de las dunas, como nido de pájaro. Y allí se quedó luego. La ayudó en su trance una mujer de la vecindad, pues no era sólo mi madre la que andaba al abrigo de la almadraba; no me acuerdo mucho si de invierno, pero en lo demás del año si que vi por allí cobijos parecidos de otras y de otros, cada cual viviendo solo, nadie en pareja, y quitándose de encima por lo menos los nortes, las levanteras o el solazo. Y aquel mismo hombre, que ya le perdí nombre y cara aunque la voz se la sigo oyendo, me contaba que mi madre me tuvo a eso del mediodía y que los jaladores del atún, y quienes están a limpiarlos y a salarlos, andaban compadeciéndose al oír las voces y lamentos del parto entre el chillerío de las gaviotas; tan cerca de la faena se había echado ella que, a no ser porque los embebía el arenal, su sangre y humores al parirme se hubieran arrebujado con la sangraza de los atunes, todavía temblones y cargados en hombros por la truhanería. De ahí me vendrá, y de aquellos años playeros, que me guste el olor del pescado crudo tanto o más que el mejor perfume de la Arabia, cuando es olor que a todos disgusta, y que tampoco me haya hecho nunca gran impresión la vista de la sangre. "
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