miércoles, 18 de junio de 2008

PRENSA

EL MIEDO DEL DEFENSA ANTE EL PENALTI
La Voz, 18-junio-2008

Imagino a Abraham Paz, que por lo común ha jugado de defensa central, midiendo la portería de Santol, cuando corría el minuto 95 en el partido del Cádiz contra el Hércules el pasado domingo. Uno a Uno en el marcador y la última oportunidad para el Cádiz de evitar la caída a los infiernos de Segunda B. Supongo que el jugador portuense se mordería el labio y contemplaría el balón como Clint Eastwood y Lee Van Cleef miraban a sus respectivos revólveres en la última secuencia de La muerte tenía un precio. Sólo faltaba la repetida melodía de un silbido en el estadio alicantino. He ahí la soledad del jugador de fondo, cuando no sólo el portero pasa miedo ante el penalti. El futbolista disparó, por fin, dio en el poste, rebotó contra la espalda del guardameta y el árbitro ni siquiera pitó corner. Ahí fue el llanto y el crujir de dientes, la tarde se puso bíblica y más de un millar de cadistas, a llorar. Córdoba, en cambio, era una fiesta: la derrota gaditana había salvado a los suyos, paradojas de la liga.

Ahora, cuando el derrotismo habitual ha encontrado en Abraham Paz un muñeco virutero al que echar las culpas de la debacle, sin tener en cuenta ni su prestigio ni la más que irregular temporada de su equipo, con el tradicional baile de entrenadores, cabe preguntarse si ese deportista treintañero que ha dado tardes de gloria y cuya mala potra vino a visitarle el 18 de junio, no encarna en realidad ese eterno mal fario de la ciudad toda. Y es que cuando Cádiz empezaba a disfrutar de la Casa de Contratación, se acabó lo que se daba, la Carrera de Indias, el siglo XVIII, las obras de la Catedral y los palacios genoveses. Cuando anotó en el marcador de la historia la primera Constitución liberal de este país, pocos podían presumir que el árbitro Fernando VII habría de anular el partido y el resultado, perdiendo sucesivamente las prórrogas en las breves revanchas de libertad que tuvimos durante el siglo XIX. Abraham Paz no sólo era Abraham Paz sobre el césped del Rico Pérez. Era Fermín Salvochea, siendo tan grande y muriendo tan pobre. Era las murallitas de Cádiz, contra las que los franceses se rompieron la cabezota, pero que el propio Cádiz tiró abajo pensando erróneamente que de las cenizas de sus escombros renacería el progreso de la ciudad.

Históricamente, los gaditanos han embarcado la pelota de su futuro en tejados ajenos. Si algo iba mal, se encogían de hombros y echaban la culpa al Estado, al alcalde, a Puerto Real, a Algeciras o a Jerez. El cadismo corre el riesgo de comportarse a su vez de esa forma timorata y pensar que la culpa de sus males la tiene un simple defensa a quien, en el momento decisivo y en el lugar apropiado, le fallaron los nervios y el gol que ya se cantaba en la garganta de los finales felices. Los habitantes de esta rara ciudad que entroniza a los gladiadores e ignora a sus científicos, llevamos dos siglos fallando todos los tiros libres y nadie tiene en cambio esa extraña sensación de guerrero vencido, cautivo y desarmado, que debe estrangular hoy al bravo corazón de Abraham Paz. La leyenda negra no sólo le concierne a él sino a todo el equipo. Como la decadencia local no sólo incumbe a Cádiz en abstracto sino a cada uno de sus vecinos. Unos y otros hemos perdido muchos partidos, pero la liga de la historia sigue disputándose y la victoria final de ese largo encuentro todavía puede ser nuestra. Sólo hace falta ponerle ganas aunque a menudo nos falle el alirón del entusiasmo.

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