Juan José Téllez (La Voz, 4-junio-2008)
Al escuchar a Silvio Berlusconi chamullar contra los gitanos y cualquier persona de bien tendría que sentirse más que nunca Conchita y Bendito, más que nunca El Morcilla, más que nunca El Mellizo. ¿Qué sería de ese Cádiz ensimismado sin su presencia en Santa María o en La Viña, pero también en el pico y pala, en los andamios de Astilleros o en las descargas de los trenes de Correos? ¿Qué seríamos sin gitanos? Un país sin duda alegre, pero soso: «El flamenco es una ensaladilla rusa y los gitanos son la mayonesa», sentenció Fernando Quiñones, tan payo canastero como Rafael Román cuando se definió así cuando ostentaba la presidencia de la Diputación.
Pero más allá del jondo y de los gitanos de temporá a los que caricaturizó Raimundo Amador con su Gerundina, la gitanería gaditana hizo historia en los toros y aristocracia en Jerez: ciudad de los gitanos, la llamó Federico García Lorca. Aunque todos bien supiéramos que los gitanos de El Puerto fueron los más desgraciaos en la época de las galeras, un par de siglos antes de que medio millón de ellos fueran exterminados en los campos de concentración nazis.
Pero más allá del jondo y de los gitanos de temporá a los que caricaturizó Raimundo Amador con su Gerundina, la gitanería gaditana hizo historia en los toros y aristocracia en Jerez: ciudad de los gitanos, la llamó Federico García Lorca. Aunque todos bien supiéramos que los gitanos de El Puerto fueron los más desgraciaos en la época de las galeras, un par de siglos antes de que medio millón de ellos fueran exterminados en los campos de concentración nazis.
Berlusconi y su gobierno, si es que merece la pena llamarle así, avivan las llamas y nunca mejor dicho de la xenofobia: sobre las cenizas de las chabolas rumanas de Nápoles, la mafia construirá urbanizaciones. Sus leyes contra la emergencia gitana identifican a dicho pueblo con la delincuencia, como si su propio historial de tirano pasado por las urnas no consagrase a muchos de sus propios socios políticos como acreditados delincuentes de cuello blanco.
¿Qué tiene que ver un atracador gallego con Camilo José Cela? ¿Y el bueno de Hassan el del Cambalache con el Hassan II de los años de plomo? ¿Guarda alguna relación Antonio Machado con El Pernales, con independencia de que ambos fueran andaluces? ¿No eran igualmente austriacos Sigmund Freud y Adolf Hitler? ¿Somos todos hitlerianos por ser blancos? ¿Son todos los musulmanes yihadistas como Osama Ben Laden? ¿A quién se le ocurriría meter en el mismo saco a Woody Allen y a Ariel Sharon por el simple hecho de ser judíos? ¿Todos los rumanos, incluyendo a sus gitanos, merecen ser catalogados como vampiros de Los Carpatos?
Estas y otras preguntas empezó por hacerse, en Puerto Real y ya hace mucho, Juan de Dios Ramírez Heredia, flamante doctor honoris causa por la Universidad de Cádiz. Y allí se las sigue haciendo Antonio Carmona, mientras en el bar del jerezano Arco de Santiago, Agustín saca pecho en memoria de su estirpe. La Isla se enorgullece por la sangre gitana de Camarón y en La Línea de Pansequito Quino Román aguarda un monumento que iguale al menos el homenaje que su guitarra ha ido tributando a su pueblo en su joven vida de tocaor sabio.
Cádiz es, en sí misma, una provincia andarríos, que siempre prefirió las hogueras de los zíngaros a las de la Santa Inquisición. Y que, ayer como ahora, creyó siempre que con todo respeto a Juan Miguel Ortega Ezpeleta y al resto de hermanos de su cofradía, a nuestro Cristo de los Gitanos quizá le haga falta una barbería pero que no se le ocurra a Berlusconi tocarle un pelo.
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