Doctores en sudor y pancartas
Juan José Téllez
(La Voz de Cádiz 17/IX/08)
Antes y después de su enésima salida de Carabanchel por defender desde Comisiones Obreras los derechos de la España currante, Marcelino Camacho no sólo inventó el cuello vuelto de los jerseys que llevaron su nombre en la transición. Y Nicolás Redondo no pasará simplemente a la historia por haber echado un pulso desde la UGT al PSOE cuando la izquierda estuvo a punto de diluirse en la quizá necesaria y ya desde luego inevitable España del consenso de los años 80.
No fueron santos. Ni tampoco diablos. Ambos arrastran una memoria colectiva de puños en alto, pero también de acuerdos históricos. A su sombra, muchos aprendimos que un sindicalista no era un procurador del vertical repartiendo puros ante los electores forzados de la democracia orgánica. A propuesta de la Facultad de Ciencias del Trabajo y partir del lunes, ambos serán doctores honoris causa por la Universidad de Cádiz y a más de un petimetre tendrán que darle las sales por congeniar las togas y birretes con el olor a sudor histórico y con la tela de pancartas con que ambos han ido trenzando su biografía. No es el primer doctorado que reciben: Antonio Gramsci ya dijo hace un mundo que la cárcel era la universidad de los pobres. Y ellos se graduaron ya entre sus cuatro paredes, con otros muchos sindicalistas llegados de la injustamente olvidada CNT o de partidos cuyas siglas se perdieron en las sopas de letras de nuestra incipiente democracia, 30 años atrás.
Más allá de otros aciertos y de sus probables errores, al actual equipo rector de la Universidad de Cádiz, habrá que reconocerle su voluntad de puertas abiertas más allá de la anacrónica jaula dorada en la que siguen viviendo algunos cátedros. La UCA no sólo es joven por historia sino por vocación, como puede demostrar su palmarés de doctores honoríficos, donde caben desde escritores que nunca pisaron las aulas de la enseñanza superior a músicos prodigiosos pero casi sin escuela. O, también, gitanos legendarios que creyeron de firme en que el pupitre era la mejor puerta de salida para huir colectivamente de las chabolas. Quizá aquellos que confunden el sindicalismo con Mario Conde o con el gangsterismo de EE UU lleguen a poner cara de póker ante el doctorado de estos dos símbolos de una Europa que muere: la de la jornada laboral de las 35 horas, la del salario más o menos justo, la de los convenios colectivos, la de la internacional solidaria con los trabajadores vengan de donde vengan, la del estado del bienestar, en definitiva.
Muchos de quienes cuestionen dicho doctorado, que haberlos haylos, quizá olviden su propio pedigrí. Tal vez fueron hijos de albañiles, mecánicos, torneros o dependientes y, en aquellos momentos apasionantes y turbulentos de la historia española, pudieron llegar a universitarios no sólo por el esfuerzo de sus padres y las becas del PIO. Sino por el rastro de sudor y pancartas con que Marcelino Camacho, Nicolás Redondo y muchos otros, anticiparon un cachito de justicia para eso que algunos llamamos todavía clase trabajadora. Nunca más proletaria, eso soñaron. Y quizá, por eso mismo, desunida; a pesar de los esfuerzos de estos vejestorios a quienes tanto debemos todos quienes intentamos seguir ganando el pan de cada día, todavía lejos del paraíso. Y, a menudo, cada vez más cerca del infierno.
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