martes, 3 de abril de 2007

Una historia asombrosa, de Eduardo Jordá

Hijo de un viejo con fama de cornudo y de una mujer muy valiente, tuvo que aprender a vivir rodeado de miradas de desprecio. A veces, a sus espaldas, oía que alguien murmuraba: “Nació en un establo”. Otras veces, las acusaciones se referían a su madre, y eran tan injuriosas que hacían que se pusiera rojo de ira. Muy pronto empezó a desarrollar la extraña idea de que su padre de verdad vivía en otro mundo, un mundo libre de establos y de vecinos chismosos y de mujeres injuriadas. Y muy pronto empezó a pensar que nadie tenía derecho a juzgar a nadie. Sólo su padre, el padre invisible que sólo él había visto, podía hacerlo.

Desde muy niño demostró ser imaginativo, orgulloso y muy inteligente. Pasaba muchas horas entre los serruchos y las virutas de un taller de carpintería. Si le tocaba ayudar a terminar un ataúd para un niño, se preguntaba cómo sería posible combatir la injusticia suprema de la muerte. Y entonces recordaba, o imaginaba, que su Padre, su otro padre, vivía en un mundo en el que no existía la muerte. A los doce años lo encontraron discutiendo con los doctores de la ley. De los doctores no consiguió aprender mucho: sólo que eran autoritarios y que vivían alejados de la vida. A su manera, aquellos viejos del templo no eran muy distintos de los vecinos que habían murmurado a sus espaldas. Oyendo a los doctores, se convenció de que el Dios del templo sólo era un viejo colérico y celoso que exigía castigos por las razones más estúpidas. Él prefería el perdón y la misericordia.

Un día descubrió que conseguía extraer lo mejor de cada persona que se cruzaba con él. Y también descubrió que era capaz de leer en la mente de los demás, así que sabía adivinar los anhelos más ocultos y las heridas más íntimas de la gente, ya fueran arrieros, prostitutas o funcionarios de la remota región del Imperio Romano en la que le había tocado vivir. A partir de ese día, ya no soportó vivir sin anunciar a los demás el universo maravilloso que había descubierto. Y así empezó a predicar que había un lugar en el que no existía la muerte, ni la injuria, ni la desigualdad. Y ese lugar estaba arriba, en el cielo, donde vivía ese ser que podía ser su padre desconocido, pero también el padre de todos los desvalidos y los despreciados que quisieran seguirle.

Nunca sabremos qué hubiera opinado de los que ahora dicen vivir de acuerdo con sus ideas. Ni tampoco sabremos qué hubiera dicho del barroquismo melodramático de las imágenes que ahora representan su muerte. Pero su historia, se mire como se mire, es la historia más asombrosa que podamos imaginar.

Publicado en Diario de Cádiz, el día 3 de Abril de 2007.

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