Hambre histórica
(por Yolanda Vallejo. La Voz 19/12/07)
No hay quien lo entienda. Primero nos dijeron que la Navidad era una época para estar en familia, hacer regalos y cantar villancicos. Luego llegó el Sr. Scrooge y todo el mundo decía que las navidades eran un horror, que no había que desearle felicidad a nadie, que los regalos eran un coñazo y que los villancicos pertenecían a esa época de nuestro pasado donde las mocitas se apoyaban en los quicios de las mancebías. Más tarde vuelven a decirnos que la Navidad es maravillosa sobre todo si se tienen niños -Ana Rosa Quintana dixit- y que había que arrinconar a la pseudoprogresía de pañuelo palestino, buscando en el baúl de la abuela ese detalle encantador que haría de nuestros hogares el mejor sitio para recibir con una fuente de Ferrero Rocher. Y ahora nos salen con que en estas fiestas decembrinas -así es como debemos llamarlas ahora- se imponen la austeridad y el conejo, que todo está muy caro, que no son tiempos para la lírica. En fin.
Aunque si lo piensa, todo se reduce a un mismo denominador común, algo que nadie ha podido desterrar del panorama navideño por mucho que se hayan empeñado. En el fondo, lo único que tenemos claro es que hay que comer. Comer con los compañeros como si todos nos lleváramos bien y nos consideráramos amigos, comer con la familia como si realmente fuésemos una, comer sin orden ni concierto polvorones y turrones -¿por qué se compran siempre dos tabletas de turrón del duro si nadie lo prueba? ¿quién se come los mantecados de canela del surtido?-, comer sin reparos el contenido dudoso de la cesta de Navidad que le regalaron en su oficina, comerse los canapés lamiosos que sobraron de la noche anterior, comer marisco congelado como si fuera a llegar una guerra nuclear Comer, esto es lo que nos une. Realmente este país no tiene memoria histórica. Lo que tiene es hambre histórica. Y mucha.
Aunque si lo piensa, todo se reduce a un mismo denominador común, algo que nadie ha podido desterrar del panorama navideño por mucho que se hayan empeñado. En el fondo, lo único que tenemos claro es que hay que comer. Comer con los compañeros como si todos nos lleváramos bien y nos consideráramos amigos, comer con la familia como si realmente fuésemos una, comer sin orden ni concierto polvorones y turrones -¿por qué se compran siempre dos tabletas de turrón del duro si nadie lo prueba? ¿quién se come los mantecados de canela del surtido?-, comer sin reparos el contenido dudoso de la cesta de Navidad que le regalaron en su oficina, comerse los canapés lamiosos que sobraron de la noche anterior, comer marisco congelado como si fuera a llegar una guerra nuclear Comer, esto es lo que nos une. Realmente este país no tiene memoria histórica. Lo que tiene es hambre histórica. Y mucha.
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