Calumnia que algo queda
Juan José Téllez
Los libelistas del XIX, al menos, se arriesgaban a un duelo a muerte o a primera sangre. Los había de los que daban la cara como Bonafux, ese olvidado periodista a caballo entre dos siglos. Pero otros se ocultaban, a veces con razón porque podía rondarles el calabozo, la mordaza o la muerte, bajo nombres supuestos o bajo el anonimato, no en balde anónimo es el autor que más y mejor ha escrito a lo largo de la historia.
Ahora, enmascarados por heterónimos que nadie desentraña e inmunes por una legislación que es incapaz de hacer valer los derechos individuales sin poner en cuestión los derechos públicos de la red, cualquiera puede ponerte a parir de un burro en un blog y, sin santo ni seña ni dirección fiscal, e irse de rositas. Sin embargo, si cualquiera de los pobrecitos habladores que ponemos nuestra rúbrica a nuestros artículos nos diera por escribir un artículo sin base alguna en el que se pusiera en duda la integridad sexual de la ministra Blancanieves, del talento real de Campanilla o de la implicación del tío Gilito en la quiebra de Lehman Brothers, la demanda iba a ser de aúpa y habríamos de abrir una suscripción popular para pagar la indemnización correspondiente.Sin embargo, aunque a muchos pueda afectarnos a escala personal o profesional, es de agradecer que esos anónimos sigan clavándose como flechas envenenadas en los posts de los periódicos virtuales o de las mejores y peores webs del mercadillo informático. Constituye, desde luego, el retrato robot de una parte importante de nuestra sociedad. De aquella que tiene tiempo de oficiar como calumnistas sin sueldo, sin oficio ni beneficio, a la manera a veces de aquellas escalofriantes delaciones que condujeron a muchos de nuestros compatriotas, en otro tiempo, ante el paredón del injusticiamiento.
Ahí está Caín, de nuevo, sin nombres ni apellidos, suponiendo que todo el que se dedica a la cosa pública es un chorizo y que todo periodista es un pesebrero. Lo mismo sostienen, sin el menor atisbo de dudas, que existen cocodrilos en las alcantarillas de Nueva York y que en este país los diputados, los senadores y los ministros cobran una pensión de por vida. Algunos presumen de asumir el discurso libertario del 15M cuando en realidad son unos fachas de mil pares de narices. O aprovechan la máscara de un nick para apuñalar por la espalda a su compañero de partido o de sindicato.
No saben lo que se pierden: la dignidad de defender tu pequeña parcela de verdad o de verosimilitud ante un tribunal de justicia, el esfuerzo por opinar con veracidad sobre lo que realmente piensas y no sobre lo que te impone el fanatismo que profeses, o el prócer que pague tus insidias. Jamás seré de los que reclamen que alguien ponga coto a la libertad de la red, ni para perseguir a los pederastas -de esos ya se ocupa el servicio informático de la policía y de la Benemérita- ni para ajustarle las cuentas a esos otros cobardes. A estos últimos, permítanme decirles que son unos chuflas, unos tiralevitas, una panda de zafios, murcios y camaleones. Si así lo quieren, que me demanden. Así, por lo menos, tendrán que dar la cara y el DNI por una vez en la vida.
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