Encender una cerilla
Juan José Téllez
Mariano Rajoy parece haberse otorgado cien días de gracia a sí mismo. En paradero tan desconocido como el de Urdangarín, quizá se convierta en el primer presidente invisible de la historia española si exceptuamos al injustamente minusvalorado Leopoldo Calvo Sotelo. Debe estar esperando a que ZP caiga del poder de una vez por todas para impedir que la prima de riesgo se dispare. O a que caiga José Antonio Griñán en la aldea de Asterix del sur para disparar medidas más impopulares todavía que las del inicio del inicio.
Su cuadrilla ya ha saltado a la plaza y pega los primeros capotazos a morlacos como la negociación de un acuerdo entre empresarios y sindicatos. Quienes no hace mucho jaleaban huelgas generales contra el gobierno socialista ahora apelarán a la necesaria ponderación de las centrales. Pero seguro que terminan echándole la culpa del paro a UGT y a CCOO, porque la patronal tiene quien le escriba y el Gobierno cuenta con bula tan absoluta como la mayoría de que goza desde el 20-N. Eso sí, los ciudadanos quizá debamos preguntarnos como ajustarnos el cinturón y bajarnos los pantalones al mismo tiempo.
En el PSOE, entre tanto, no faltará quien piense todavía que la última derrota electoral no se debe a sus propios errores sino a los perroflautas del 15-M. España es campeona olímpica en el encogimiento de hombros. No acabaremos nunca con la ley de dependencia de los bancos, pero en los comedores parroquiales se multiplican los culpables de ser pobres o, aún peor, de haber dejado de ser clase media. Así, la culpa de los desahucios no la tienen los timadores sino los timados y la falta de medios de los ambulatorios concierne a los inmigrantes y no a los gobernantes. Así, en los suburbios del cuarto mundo, las balas perdidas de la demagogia pueden provocar que el color de la piel o del acento o el pasaporte hagan arder mississippi o roma. Quienes disparan semejante munición saben corregir el refranero y conocen al dedillo que la desunión de los débiles hace la fuerza de los poderosos. La calle huele a gasolina y resultará fácil aproximar una cerilla para que se quemen los quemados.
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