María José Campanario y su señora madre
Juan José Téllez
(Diario La Voz)
Imagino el quinario por el que está pasando María José Campanario y su señora madre, menudo berrinche porque las hayan pillado con las manos en la masa trajinando una paguita a cambio de una morterá de euros, como si compraran pesetas a duros. Como el sinvivir que tendrá ese Carlos Carretero, emprendedor como pocos, prócer de nuestro tiempo, que empezó calentando a guantás los carrillos de quienes pillaba en los calabozos de los queus que el gobernaba en Ubrique y ha terminado calentando su propio bolsillo con el cómo me la maravillaría yo de este circo de tahúres y bribones en que estamos convirtiendo nuestra ya no tan joven democracia.
También se me ponen los vellos como escarpias al ponderar el mal trago que estarán sufriendo todos aquellos -quizá no sean todos los que son ni estén todos los que sean- empurados por el pufo de los eres. Qué penita lo del Gürtel por un par de trajes, con lo elegantes que aparecían todos ellos durante la boda de la hija de José María Aznar en el monasterio de El Escorial. Qué dolor más grande de los que caen en manos de Hacienda por defraudarla, por más que sean tan grandes como Lola Flores que en paz descanse, o les trincan con un carnet falso medio escaneado en Gibraltar con el corazón partío.
Pero, ¿qué quieren que les diga? A mi me da más pena, penita, pena los cuatro millones y medio de parados, y sobre todo ese millón a dos velas, que no cobra nada a no ser que se las ventile en las chapuzas de la economía sumergida. Soy capaz de ponerme a llorar o a cantar fados cuando veo que hay gente que vive con un subsidio de 420 euros mensuales, a tenor de los sueldos que se barajan entre los directivos de la banca, de las empresas energéticas, de telefonía o los controladores aéreos por poner un caso. Prefiero que me llamen demagogo que sinvergüenza. Y suelo atragantarme con las piedras de molino.
No me busquen dando jipíos por un cargo público que deja de serlo, salvo porque lo sustituya alguien con menos merito y no sólo pierda él sino que todos perdamos. Me da coraje, sin embargo, cuestiones nimias, de esas que no suelen aparecer a cinco columnas, ni abren telediarios ni informativos de radio, salvo la boca que bosteza eternamente de los grandes gobernantes. Como que a un sin nada le cierren el albergue al tercer día de estancia, que una vieja se gaste lo que no tiene en ir a visitar a su hijo quinqui a una cárcel lejos de las líneas de autobús convencionales o que un chaval se cabree cada vez que le hablan de la generación nini: ni curro a la vista ni esperanza de haberlo, salvo contratos basura y oficios de pinche, con dos títulos si se tercian colgados de la pared. Me da el chungo por una puta a la que expulsan de España porque un funcionario olvidó poner en el informe que era víctima de la trata y denunció a su chulo.
Visto lo visto, comprenderán sin duda que así nunca lograré emocionar a mis lectores ni que me inviten como colaborador a uno de esos programas de televisión en los que, quizá por aquello de las bienaventuranzas, se paga a precio de oro el kilo de basura.
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